RECORDANDO A MI BURRA
En realidad no era mi
burra, era la burra de mi padre o más bien la burra de la familia. Comparada
con otros burros del pueblo era pequeña aunque bien proporcionada; de pelo
negro con algunas canas más debidas a la edad que a la genética. La parte
inferior de la barriga era blanca y blanca era una pequeña estrella que
adornaba su negra frente, lo mismo que sus belfos poblados por sensibles pelos
duros y largos.
Cuando yo era chaval no
tener un burro era casi como ahora no tener un vehículo de transporte. El
borrico era el animal más socorrido y más utilizado. Al campo se iba
cómodamente aposentado a lomo del rucio y a la vuelta se le cargaba con un
feje de trébol para los conejos o con lo que se terciara. A veces se le
utilizaba como bestia de tiro como podía ser aricar o incluso tirar del carro
y cuando ya estaba viejo solía terminar acompañando a los jamones y chorizos
del cerdo en el mismo humero.
Prácticamente todas las
familias tenían su borrico o borrica y cuando los dueños llegaban a la
jubilación era el último animal del que se deshacían, sobreviviendo a veces el
jumento a sus amos. Recuerdo al tío Miguelín Burgo, hombre jovial y de
poblado bigote blanco, llevando en una mano el barril de vino (recipiente de
barro forrado de esparto ya en desuso) y con la otra tirando del ramal de su
borrica blanca, siempre dispuesto a parar a pegar la hebra con cualquiera para
hacer su pronóstico del tiempo o contar sus aventuras en la guerra de Cuba o
Marruecos donde peleó como soldado. O al tío José, (creo que hermano
del anterior y a quien llamábamos el "Bobo", mote que no le hacía
precisamente justicia porque indicaba todo lo contrario de lo que era, un
hombre muy inteligente y sin duda el más ilustrado del pueblo) siempre
acompañado de una burra grande y cana, noble animal que le acompañó siempre en
su soltería, no se si elegida o forzada por los prejuicios de una asfixiante
comunidad que condenaba a los desertores del seminario casi al ostracismo.
También perduran en mi recuerdo las hermanas Ángela y María, a quienes
llamábamos "Las Niñas", quienes siendo ya ancianas y liberadas de las
labores del campo seguían manteniendo a su burro como uno más de la familia.
Que decir de Manuel Molero, a quien he visto hasta hace pocos años
tirando del ronzal de su borrica de casa a la cueva y de la cueva a casa como
si el jumento fuera una prolongación de si mismo. Podría citar a otros muchos,
pero recuerdo a estos paisanos porque llegaron a viejos y siguieron
conservando como compañero a ese noble animal que es el burro.
Creo que ya no queda en el
pueblo ni un solo burro (de cuatro patas), incluso hay una justificada alarma
por la posible desaparición de esta magnifica especie. La tecnificación del
campo ha barrido de sus pastizales y praderas a caballos y mulos, los otros
dos animales de tiro que junto con el burro hacían las tareas más ingratas.
Aunque de los tres el burro es, de lejos, el animal más noble e inteligente y,
paradójicamente, siempre el peor tratado. Los castigos más crueles eran
siempre para el pobre burro, tuviera o no la culpa. A quien se le restaba el
pienso era al burro. El lugar peor situado en la cuadra era el del burro. Las
cargas más pesadas y extenuantes siempre caían sobre las espaldas del burro.
Hace ya tiempo que he
canonizado a mi burra, que por cierto no tenía nombre, y la mandé directamente
al paraíso de los burros, que para purgatorio e infierno ya tubo el suyo
mientras estuvo entre los humanos.
Habrá quien se escandalice
porque haya santificado a aquel buen animal, pero no tuve más remedio en
atención a los milagros preventivos que hizo en vida. A saber: me libró de
agotadoras caminatas por caminos tortuosos y llenos de barro que de haberlos
transitado en lugar de ir cómodamente sobre su lomo me habrían causado
lesiones y enfermedades que probablemente me hubieran mandado al otro mundo.
Tiró con ímprobo esfuerzo de los cangilones de la noria de la "Veiga" y
otras norias con cuya agua regábamos las patatas y alubias que nos libraron de
una hambruna segura.
Llevó sobre sus costillas
las más pesadas cargas que de haber tenido que soportarlas cualquier miembro
de la familia le hubiera causado serios problemas físicos. Hay un largo
etcétera de servicios milagrosos, pero con solo los citados ya es más que
suficiente para santificarla, que por mucho menos hemos visto hacer santo a
cierto cura de la Santa Mafia. Cierto que, y haciendo de abogado del diablo,
he de poner de manifiesto que me causó algunos contratiempos que me pudieron
costar caros, pero estos fueron debidos más a la propia estulticia humana que
a la maldad de la noble bestia.
En cierta ocasión íbamos
mi padre y yo de pasajeros a bordo de su lomo por la zona que llamábamos las
Eras de la Ermita. Mi padre debía de tener prisa porque iba pinchándola
para que corriera en lugar de respetar su sosegado andar . La pobre bestia iba
forzada, al galope y con sobrepeso. Algo que había tirado en el medio del
camino la asustó y frenó en seco. Los dos jinetes volamos por encima de las
orejas aterrizando en la pradera de las eras. No hubo sino algunas
magulladuras sin importancia pero seguro que el animal se llevó unos cuantos
palos de propina. En otra ocasión y yendo solo yo como jinete y a su cansino
paso por el callejo que separa la casa de Blas, el panadero, de la del
Tío Enrique "Rosquillas" (Creo que ahora vive allí su hijo Víctor) y
ya a punto de salir a la calle Real entró, de repente, en el callejo una vaca
corriendo despavorida, creo que de los "Garrucho", y detrás de ella un toro
con todas las intenciones de querer trajinársela. Fue visto y no visto, porque
la burra se llevó tal susto que salió disparada dando con mis huesos sobre las
piedras del callejo, librándome de milagro de las pezuñas de las bestias
vacunas y de las consecuencias de la caída. Hubo algunas espantadas más y sus
consecuentes caídas que pudieron ser mortales, pero se ve que siempre tuve un
ángel de la guarda muy diligente o que aún no había llegado para mi el "día de
las alabanzas". De cualquier manera y pese a estos percances pesa mucho más
en las hazañas con mi burra el haber que el debe y, ya digo, que eran más
debidos a mi falta de previsión que a la maldad del animal, porque carecía de
ella.
Cierto que mi burra no
tenía maldad, pero andaba sobrada de inteligencia y de una astucia que los
seres nobles se ven obligados a desarrollar para sobrevivir en un mundo
hostil y en este caso por las putadas que yo maquinaba. En las cuadras de
ahora cada animal tiene su bebedero, pero cuando yo era chaval no había agua
corriente en las casas así que había que llevar a los animales a los
abrevaderos que entonces eran la laguna de Tres Corrales (o Tras
Corrales) que era de agua estancada de lluvia (situada en el lugar que hoy
ocupa el deposito de agua) o la laguna de La Puente (situada donde está
el instituto) que estaba a alimentada por una pequeña fuente, hoy cegada, que
llamábamos "El Cañín". Yo llevaba el ganado a beber a esta última
laguna y las vacas, sedientas, bebían aquel agua estancada, grisácea y medio
corrompida sin ningún problema, pero la inteligente burra no quería saber nada
de aquella infecta charca y sin hacer caso de palos o tirones del ramal se me
escapaba corriendo hasta donde manaba el agua fresquita y cristalina. Más de
una vez nos quedamos en el campo sin el pan de la merienda porque tenía una
portentosa habilidad para meter el morro en las bolsas de las alforjas y
merendar ella primero.
Cuando pacía por los
caminos mientras le quitábamos las hierbas a la remolacha sabía perfectamente
cuando tenía que atacar a las hojas o roer los nabos sopesando el peligro que
corría de recibir unos cuantos palos en función de la distancia a la que se
encontrara de nosotros. Si estábamos cerca no osaba tocar el fruto porque
sabía que los palos eran seguros; a media distancia se arriesgaba un poco más
aunque le podía caer una pedrada de propina o todo lo más algunos bocinazos
que solían sonar algo así como "¡Burra, hija putaaa.!" Con el bocinazo se
retiraba discretamente a pastar las hierbas del camino esperando otro descuido
para volver a atacar la remolacha. Sería una bestia, pera era una verdadera
gourmet de las buenas hierbas. Si había abundancia no comía sino las más
suculentas y exquisitas, pero si había escasez y hambre no tenía reparo en
engullir los cardos a los que trababa entre sus belfos con una delicadeza
prodigiosa y sin que jamás le hicieran ninguna herida en la boca.
Cuando había poca
faena en el campo la paseaba por los caminos para que pastara hierba
primaveral y en mi ignorancia no acertaba a explicarme porque había hierbas
aparentemente hermosas que no osaba tocar. Para ponerla a prueba de lo que a
mi me parecía una manía le arrancaba de entre los trigos algún manojo de
hierbas que a ella le gustaban mucho y en el medio le metía una cuantas
hierbas de las que evitaba, poniendo todo el manojo en el suelo del camino.
Por supuesto siempre quedaban allí las malas hierbas. Pero mi malvado afán por
putearla iba más lejos. Tomaba un puñado de exquisitas hierbas, no muchas
para que las pudiera tomar de un bocado, y en medio le metía una hierba mala.
Era un espectáculo ver como con sus elásticos belfos iba colocando las buenas
hierbas hasta engullirlas y dejando en último lugar a la mala hasta dejarla
caer al suelo. No la pude engañar si una sola vez y mejor así porque de haber
ingerido una de aquellas malas hierbas le hubiera costado un grave percance de
salud o quizás le hubiera causado la muerte.
Sabía perfectamente, según
el camino tomado, cual era el lugar de destino y una vez llegado a el se
paraba sin necesidad de ninguna orden. Para entrar en casa yo no me bajaba de
su lomo para abrir la puerta que estaba siempre entornada y sin llave. Bastaba
con que le diera la orden de "abre" para que el animal empujara con su morro
la puerta y los dos fuéramos camino de la cuadra tan campantes.
Mi burra, lo mismo que la
bíblica burra de Balaán (Los Números 22.21), se dirigió a mi muchas veces
aunque yo en mi necedad ni la escuché ni la entendí, por entonces me faltaba
la sensibilidad para comprender que ella y yo estábamos hechos del mismo
barro, con la única diferencia que ella se había encarnado en burra y yo en
humano. Tuvieron que pasar años para que se me abrieran las entendederas.
Nunca me hizo reproches por los malos tratos recibidos aunque aún veo en sus
grandes ojos dulces un interrogante de asombro por la irracionalidad de mis
reacciones. Y ese es el castigo que me persigue por haber hecho sufrir
gratuitamente a aquel noble e inteligente animal. No me cabe ninguna duda de
que estará pastando suculentas hierbas en los verdes prados que hay en el
paraíso de los burros. Amén.
J.
Villadangos (Alias "Percha")
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